El gran mandamiento





“Jesús le dijo: “Amarás...” 
( Mt 22, 37).  

Los fariseos ponen a prueba a Jesús interrogándole sobre la jerarquización de los mandamientos de la Ley.
Y Jesús supera el estrecho horizonte de sus planteamientos contestando con su único mandamiento, origen de los otros:
el amor a Dios y a los hermanos.
Jesús pone la cumbre de todos los mandamientos en lo que se dice en Deut 6, 5.
Por encima de cualquier otro precepto o prohibición está el amor.
La originalidad de Jesús está en que, sin que le pregunten eso, une el amor a Dios y el amor al prójimo (Lev 19, 18).
El amor a Dios y al prójimo debe marcar la existencia cristiana.
El amor con que Dios nos ama y que procuramos retribuir es la base más sólida de nuestra vida.
Bien arraigada aquí, como la punta fija de un compás, la vida cristiana va dibujando círculos, cada vez mayores, de amor a los hermanos.
No hay límite para acoger y responder al amor de Dios, ni tampoco para comunicarlo.
 A medida que aprendemos a amar, el amor se multiplica.
No cuestiones a Jesús.
Él es el verdadero Maestro de todos los tiempos.
 Sólo ama como Él.  

Señor, enséñame la sencillez de tu Ley interior,
la sencillez de tu vida: enséñame a amar.  

- Gracias, Dios nuestro,
porque has derramado generosamente tu amor
en nuestros corazones.
Haz que lo sepamos comunicar.

El corazón que no ama es un corazón de corcho.
Una fe de “corcho”.
El corazón que no ama es un corazón disecado.
Una fe “disecada”.
El corazón que no ama es un corazón vacío de Dios y de los hombres.
Una fe vacía.
“Si no tengo amor” aunque haga milagros, no soy nada.
“Ama y haz lo que quieras” dice Agustín.
Lo más urgente en la Iglesia y en los creyentes es: amar y dejarnos amar.
Por eso hoy le pediría al Señor:

Señor, ¿y las flores aman?
No lo dicen, pero sí aman.
Nacen haciéndonos felices.
Crecen haciéndonos felices.
Se dejan cortar, y no se quejan.
Se dejan llevar a cualquier hogar,
y no dicen nada.
Las venden, y ellas no cobran.
Luego las tiran a cualquier lugar,
y se mueren con una pálida sonrisa.
Quisiera amar a todos, como las flores.
Que todos se sientan amados por mí,
aún si no les digo nada.
Que puedan contar conmigo,
sin tener que hacer acuerdos.
Que puedan disponer de mí,
sin ponerles condiciones.
Que todos me busquen,
porque se sienten felices conmigo.
El mejor amor no está en las palabras,
sino en estar disponible para todos.
Por eso me gusta el amor de las flores.
Hazme, Señor,
una flor de amor en el jardín de tu Iglesia.

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